Se ha celebrado una boda por todo lo alto. Han venido al bosque todos los elfos, duendes, hadas, ninfas, gnomos y ondinas de los alrededores. También estaban invitados todos los animales del lugar. Las mariposas han sacado sus vestidos de mil colores, los pajarillos han adornado sus plumas con sus mejores galas. Hasta los escarabajos han cambiado el triste color negro de su vestido, por otro irisado de mil colores. Las luciérnagas han alumbrado a la feliz pareja por todo el camino hasta su nuevo hogar.
La novia, el hada Dulcina, estaba radiante con su larguísimo vestido blanco y su corona de diamantes. El novio, Neruén, rey de los elfos, llevaba sobre sus hombros la capa de gala con el cuello de armiño, y de su cuello colgaba el collar del sol de oro, símbolo de su poder.
Todos estaban contentos hoy en el bosque. Después de la ceremonia habría un gran banquete: miel y leche fresca para todos, abundancia de frutas dulces y néctar de rosas y azahar. La música inundaba el lugar, los duendes tocaban la flauta y el acordeón, las ninfas bailaban moviendo sus etéreos ropajes y sus larguísimos cabellos.
Sólo había alguien que miraba la escena con tristeza en sus ojos y en su corazón. A Aelo, la arpía del bosque, la habían invitado pero ella no quería ir. Prefería quedarse en la rama más alta del árbol más grande, para verlo todo desde allí y que no se le escapara ningún detalle. Decidió mirarlo todo desde fuera con sus grandes ojos negros, tan negros como su propio corazón en el que no albergaba ni una gota de cariño. Quería hacer daño sólo por hacerlo, porque los demás eran felices y ella no, y porque envidiaba la felicidad y la bondad de Dulcina.
Mientras, maquinaba como hacerles daño. Pensó aguarles la fiesta con un aguacero torrencial, pero después decidió que no, que luego saldría el arco iris y todo sería aún más bello. Quiso llamar a los nubarrones con su canto para que los rayos y los truenos destrozaran la celebración. Pero las nubes, entretenidas con la música y los bailes de allá abajo no le echaban cuenta. Por fin dio con la solución: haría un gran incendio y todo quedaría hecho cenizas.
Con el poder de su mirada incendió unas ramas secas que cayeron hacia abajo incendiando todas las ramas que tropezaban a su paso. Pero, sin darse cuenta había prendido fuego a su propio árbol. Aelo cayó al suelo y las ondinas (las hadas de los lagos y los ríos) la rodearon enseguida y con sus brazos mojados apagaron las llamas.
Todos siguieron divirtiéndose, menos Aelo que rondaba por la fiesta sin divertirse y muerta de envidia porque todos eran felices menos ella, por malvada y envidiosa.
Isabel Barcia